En una obra literaria se pueden encontrar arquetipos de ambos géneros, representaciones que, en mayor o menor grado, reflejan el carácter, las conductas y las dinámicas sociales; que tocan las fibras sensibles de los lectores y provocan que se identifiquen con los personajes que mejor personifican esas cualidades. Muchos escritores proyectan deliberadamente en sus personajes las características que les parecen más deseables, y El manantial no es la excepción. Si bien la autora nos introduce una gama de personajes complejos, siempre resalta un núcleo alrededor del cual gravitan los demás: Howard Roark.
La figura masculina ideal —personificada en Roark— tiene un carácter individualista que podría considerarse antisocial debido a la anteposición de las necesidades del individuo e intereses propios sobre una actitud más colectiva y social. Para Rand, cada hombre es un creador. El hecho de que Roark sea arquitecto no es fortuito, sino una elección consciente e inseparable de la actitud moral de cada individuo. Rand, a través de Howard, plantea que la única inquietud del creador es la conquista de la naturaleza, es decir, la capacidad de moldear su entorno usando como instrumento sus ideales, cual arquitecto que emplea el concreto o el mármol para materializar su diseño.
Otra cualidad del arquetipo masculino ideal es la integridad, entendida como la unificación de convicciones y una voluntad inquebrantable. Esta cualidad se acerca a una idea inmutable e infinita que somete la conducta para hacerla igualmente perenne e inamovible. Howard, en toda la obra, exhibe un pensar constante a lo largo de los años, perceptible por quienes lo catalogan como siempre el mismo: alguien que no cambia ni desea cambiar, incapaz de ser convencido o desviado de su propósito. Esta es la característica más rígida que muestra el personaje y que convierte su personalidad en algo semejante a una estatua: firme, meticulosamente tallada e inalterable. Sin embargo, aunque parezca razonable y lógico afirmar, cuando hablamos de la conducta y personalidad de un personaje literario, que estas son inherentes e inmutables, esto no se corresponde con el desarrollo de los seres humanos, quienes sí experimentan cambios durante toda su vida.
Por otro lado, y para cerrar con los matices del hombre ideal, este es egoísta. Tal egoísmo sirve de brújula —incluso moral, si se quiere— para todas sus interacciones con los demás: es el ego lo que dirige sus acciones y orienta sus intereses. No está interesado en ayudar ni recibir ayuda. No obstante, puede adoptar comportamientos más alineados con el egoísmo y, en lugar de “ayuda”, practica la colaboración, la cual impulsa a los individuos a cooperar solo cuando sus intereses personales los conducen a ello. En otras palabras, sin idealismos altruistas ni sentido de sacrificio.
El modelo masculino moralmente deseado se expresa a través de estos tres factores: individualidad, integridad y egoísmo. En contraste, los protagonistas masculinos, sobre todo en la literatura romántica, muestran conductas más apreciables y benévolas hacia los demás. Por ejemplo, la figura del héroe, además del coraje, demuestra una inclinación desinteresada y altruista, sin mencionar su tendencia al sacrificio. Sin embargo, el sacrificio o el martirio serían incompatibles con la rigidez marmórea de Howard. En Los miserables podemos encontrar estas cualidades altruistas y compasivas en Jean Valjean, inspiradas por el obispo Myriel cuando le dice: “No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado” (p. 30), y desde entonces adopta una conducta más compasiva, dejando de lado sus intereses personales. Es decir, el personaje es susceptible al cambio y a la madurez. Por consiguiente, Valjean —en parte— podría considerarse una antítesis de Roark y, en la visión de Rand, sería inmoral y vil por renunciar a su naturaleza más básica: ser guiado por la razón y el ego, emanciparse de la colectividad y dejar una impronta sobre el mundo que lo rodea.
Si consideramos la integridad, esta no es la misma que comparten otros protagonistas masculinos en la literatura que siguen valores morales y un sentido del deber estructurados por la colectividad. Podría tratarse más bien de obstinación o incluso inmadurez, como la de Cosimo, de Italo Calvino. Cosimo, en El barón rampante, explota con una rabieta y grita: “¡No bajaré nunca más!” (p. 8), y mantiene su palabra durante toda su vida. Esta convicción, tan íntegra como la de Howard, traza un límite que lo aparta de los demás. Tal determinación lo hace incompatible con la existencia humana, en la que el cambio es esencial. Esta decisión mantiene intacto al niño Cosimo, lo hace inmutable y, por consiguiente, inalcanzable, como constata Gail Wynand —otro pilar en El manantial— al afirmar que un hombre como Roark simplemente no podía existir.
En conclusión, los matices que componen este arquetipo masculino de Rand pueden resultar cuestionables, pero podrían adaptarse mejor a las costumbres contemporáneas en un mundo que se ha apartado tanto del romanticismo y de todo lo que este representa. Si bien Howard Roark ofrece una alternativa para repensar la masculinidad, cada vez más distante de lo romántico, este personaje también plantea desafíos evidentes. Dicho esto, solo queda en manos de los escritores y de su ingenio explotar y adaptar a nuestra época las características deseables del hombre ideal de Rand en la literatura latinoamericana y dominicana.
Referencias
Calvino, I. (s. f.). El barón rampante (F. Miravitlles, Trad.) [PDF]. Portal Académico del CCH–UNAM. https://portalacademico.cch.unam.mx/materiales/al/cont/tall/tlriid/tlriid4/circuloLectores/docs/el-baron-rampante.pdf (Obra original publicada en 1957)
Hugo, V. (s. f.). Los miserables [PDF]. Secretaría de Educación de Coahuila. https://educacion.seducoahuila.gob.mx/wp-content/uploads/2023/10/16.-Los-Miserables-Victor-Hugo.pdf
Rand, A. (1943). The fountainhead. Bobbs-Merrill.