Faustino Medina
En estos días he estado releyendo algunos relatos cortos que, de alguna manera, han marcado mi vida. Y digo esto, consciente de que es un cliché, porque obras como Demian de Hermann Hesse, Las intermitencias de la muerte de José Saramago o Salón de belleza de Mario Bellatin, aunque uno no quiera, van transmutando nuestra forma de ver el mundo. Con el permiso de los presentes, en las líneas que siguen, voy a comentar esta última.
Antes de continuar con la incontrolable batería de juicios de valor, quisiera esbozar algunas notas técnicas de esta obra. Su autor es de nacionalidad mexicana y estudió teología y cine. Además, ha dirigido películas como Bola negra: el musical de ciudad Juárez y, claro, Salón de belleza. Por otro lado, este relato se cuenta, dependiendo de la versión que lean, en noventa y una páginas y se estructura en capítulos marcados gráficamente por un espacio de poco menos de media cuartilla. Se publicó en 1996 y fue reeditada en 2016 por la editorial Alfaguara. ¡Basta!, con esos datos es suficiente, por ahora.
Seguro alguno ha dicho o, por lo menos, pensado: “Faustino, deja de dar tantas vueltas y háblame de lo que sucede en Salón de belleza”. Tranquilo, en seguida, vamos a ello. Mira, bueno, miren, este relato nos recrea las peripecias de un homosexual que decidió convertir su salón en un moridero; es decir, un lugar donde iban las personas desahuciadas a morir. A pesar de que tenía una buena clientela, todas mujeres, una especie de rebeldía espiritual le llevó a dedicarse al cuidado de sujetos enfermos, todos hombres. Pero no solo eso se puede ver en las líneas que componen este texto; también, se descubre cómo, lo que ante los ojos de cualquiera de nosotros es un acto o una situación inhumana, se convierte en un evento normal; podría, incluso, decirse humano. Y ya, lo dejo hasta ahí porque no los voy a privar del placer de leer el libro.
No voy a terminar todavía, sigan leyendo. Mi parte favorita del relato es la genial analogía que crea Bellatin con los peces y los enfermos. Este empieza a fijar esta idea desde el inicio: “Hace algunos años, mi interés por los acuarios me llevó a decorar mi salón de belleza con peces de distintos colores”. El símbolo de los peces y los acuarios o peceras es genial y, lo mejor de todo, ayuda a comprender que el propósito del autor es decirnos, gritarnos que cuando a un ser humano se le abandona o se le encierra, que es otra forma de abandono, su vida se reduce a las migajas del otro. Los peces como las personas enfermas dejan de ser centro de interés de los sanos. Los primeros porque pasan de moda o porque cuesta mucho tiempo cuidarlos y los segundos por todo lo dicho y, sobre todo, porque la enfermedad, poco a poco, les roba su humanidad.
Apuesto a que los que ya conocen este texto y los que lo van a conocer en estos días reclamarán que hay más cosas por decir; sin embargo, ya yo he terminado. Solo resta reiterar que leyendo esta obra podemos iniciar una, posible y necesaria, renovación de nuestro ser. Una que nos conduzca a ver con otros ojos y, aunque no intento construir una sinestesia, con otras manos a las personas que padecen alguna enfermedad. Pues bien, esta es mi última palabra.