El día que llegó tarde

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Abrió los ojos con la parsimonia común del día a día que lo invita a trabajar. Se desperezó y lentamente se sentó en el borde de la cama. La atmósfera oscura de la habitación aún lo llamaba al sueño. Bostezó, colocó las palmas de las manos sobre su cara cálida y, con desgano, extendió el brazo para tomar el celular. Al encender la pantalla, esta le ofreció la fría hora de la mañana.

Sus mansas expresiones cambiaron de golpe: ¡7:32! Un torrente de epinefrina brotó desde sus glándulas suprarrenales y lo disparó hacia el baño. Tomó el cepillo de dientes y ejecutó un veloz lavado. Regresó a la habitación y se vistió con la prisa de un superhéroe en emergencia. No hubo tiempo para ducha, perfume ni peinado. Salió con el bulto en mano y la corbata mal colgada.

Tomó el tren de las 7:45.

—Este es el tren de los que vamos tarde —comentó otro trabajador con una sonrisa resignada.

A las 7:50, el tren se detuvo en su estación. Él avanzó entre la multitud sin importar empujones ni pedir disculpas. Por suerte, el edificio estaba a pocos metros. Atravesó una ciudad delirante entre carros, motocicletas, camiones, ambulancias, bicicletas y una marea humana que se cruzaba sin mirarse.

Llegó a la puerta del edificio a las 7:56. Para su suerte encontró espacio en el ascensor. Subió. Entró a la oficina apurado, sudado, avergonzado, y marcó entrada justo a las 8:00 a.m. Al ver la hora en pantalla, respiró aliviado. Sonrió tontamente y observó a su alrededor casi vacío.

Detrás de él, como una ola mansa, fue llegando el resto de sus compañeros: con pasos suaves, sonrisas descuidadas, cafés calientes en mano, bien bañados, peinados y perfumados. Todos listos para cumplir con el deber divino de ganarse el pan con el sudor… de su frente.

Amaury Ureña

Amaury Ureña

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