La espera

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Ryan Santos 

                                                              “Miles de lunas pasaron,

                                                                   Y siempre ella estaba en el muelle esperando.

                                                                        Muchas tardes se anidaron, se anidaron en su pelo,

                                                                             Y en sus labios… uh, uh, uh.

                                                                                 Llevaba el mismo vestido,

                                                                                      Y por si él volviera, no se fuera a equivocar,

                                                                                            Los cangrejos le mordían;

                                                                                                  Su ropaje, su tristeza y su ilusión”.

                                                                                         —En el muelle de San Blas, Maná

 El tiempo pasaba tan rápido como las corrientes de un río desbordado. Ya habían transcurrido cuatro años desde aquella inesperada partida, y ella seguía igual de enamorada que el primer día de su concubinato, cuando recién había terminado su maestría en la Universidad de Yale. ¡Qué tiempos le había regalado la vida! Su amor era más perdurable que el de un canino por su dueño. Siempre lo fue. Cada semana, ponía en juego sus sentimientos al visitar el muelle junto a su pequeño hijo, reflexionando sobre aquel entrañable día, mientras su mirada se perdía en la masa de agua que tenía enfrente. Todavía sentía sus labios danzando al ballet junto a los de su pareja, en la mañana de otoño de mil novecientos treinta y ocho. Antes de partir, sus últimas palabras fueron:

 “Si no vuelvo, dile a nuestro hijo Paúl, desde que tenga memoria, que nunca le dejé de querer, que mi trabajo siempre fue para el sustento de la familia”.

Con la taciturna dedicatoria sumergida en el abismo del tiempo, embarcó en la fragata de guerra Abraham Lincoln junto a los demás combatientes, zarpando por las aguas del Atlántico. Desde pleno conflicto bélico —el mismo que sacudió a toda la humanidad durante seis interminables años—, Tim Jackson enviaba cartas mensuales a Mary Williams que buscaba en la muy desaliñada mensajería de la metrópoli. Las preocupaciones e insomnios comenzaron a reinar en ella al haber transcurrido cinco meses desde la última epístola. En busca de respuestas, se dirigía más constantemente al lugar. Pero nada, ni un simple papel con letras desalineadas y textos de mala ortografía que le endulzaran sus mañanas.

Transcurrían las horas, los días, inclusive semanas, y Mary Williams seguía tan esperanzada como anciano por salir de asilo. Un mes más transcurrió cuando recibió la más esperada de las misivas, el mismo día en que estaba comprando en el mercado de la urbe. Esa misma mañana, con un soplo de esperanza en el alma, avanzó hacia el correo: allí le esperaba el viejo Jobs con la carta. Fue un momento muy especial, emotivo. Leer nuevamente aquellos párrafos shakespearianos hacían feliz hasta al más desdichado prisionero de Alcatraz. Leyó y releyó hasta que le temblaron los párpados. Y la última palabra del penúltimo párrafo fue la más emocionante para ella. Decía más o menos así:

“Pasado mañana termina la guerra y con ella todo este dolor que germina entre las venas de mi alma. Te prometo que seremos felices nuevamente, los tres: tú, yo y nuestro primogénito. Organizaremos nuestra boda para casarnos, ser felices hasta lo eterno de la eternidad. ¡Te amo mucho, amada mía! ¡Nada ni nadie jamás separará nuestras almas!” – T.J

Mary Williams había experimentado un cambio total en sus sentimientos. Tantos días grises finalmente habían treguado. Al llegar a casa, se dirigió sigilosamente hacia el armario y sacó de allí el reluciente vestido que había guardado para la ocasión. El espejo le dedicó un poema a su belleza cuando se vio reflejada:

 “Ojalá ser yo el elegido. Ojalá ser yo el que pueda navegar libremente en tu corazón. Ojalá ser yo el tripulante que naufrague en el mar de tus caricias. Ojalá ser yo el vagabundo que disfrute la limosna de tus besos. Ojalá ser yo la barca en espera de tu tempestad. Ojalá ser yo la fragancia de tus lirios. Ojalá ser yo el labrador de tus frutos. Ojalá ser yo el vaivén de tu oleaje. Ojalá ser yo la fugacidad de tus estrellas. Ojalá ser yo el incienso de tus pasiones. Ojalá ser yo la Torre Eiffel de tu París. Ojalá ser yo el Coliseo de tu Roma. ¡Te quiero como un filósofo al conocimiento! ¡Me adhiero a tu alma como una metáfora a la poesía!”

Dos días después, cuando el alba aún acariciaba las mejillas del viento, Mary Williams se dirigió al muelle para esperar a Jackson. Eran las catorce horas y media, y ella seguía en dilación, paño en mano, sentada en el viejo banco de mármol de arquitectura renacentista. A la lejanía, pudo divisar un gran barco que se dirigía hacia el puerto. Era la fragata de guerra Abraham Lincoln regresando a tierra con sus hombres, no cabía dudas de ello. Continuó observando, en efecto , mientras el navío se acercaba. Ella no comprendía la situación hasta que se percató de la ausencia de Tim Jackson entre los tripulantes… Sus ojos marrones se volvieron rojizos en su totalidad y comenzó a llorar desconsoladamente en el muelle, mientras el pequeño Paúl observaba el reflejo de las nubes en las cálidas aguas del mar.

Faustino Medina

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