Vidas en las cavernas

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Gerson Adrián Cordero

Durante mi infancia, mi fuente de conocimiento sobre el mundo antiguo fue mi abuelo. Él me narraba historias de un pasado en el que nuestros ancestros tenían todo al alcance de la mano, pero lamentablemente no sabían apreciarlo.

Me describía un mundo donde los bosques cubrían vastas extensiones del planeta, ríos de aguas cristalinas fluían majestuosos, y la diversidad de especies animales era asombrosa. Las ciudades eran prósperas, y las imponentes edificaciones que ahora solo yacen en ruinas eran propiedad de la gente.

Puede ser difícil creer, considerando el sombrío panorama en el que vivimos actualmente, que este mundo haya existido. A veces me pregunto si no se trata de una fábula para mantener a los niños entretenidos, para mantenerlos ignorantes. Pero, independientemente de su veracidad, me hubiera encantado vivir en ese mundo, una humanidad avanzada y rica en placeres. Imaginarme caminando por la superficie sin la necesidad de llevar las tediosas máscaras de oxígeno cada vez que salimos al exterior en busca de herramientas y suministros para sobrevivir. Sería asombroso poder oler las flores, disfrutar de los aromas naturales, observar la vida de los animales y nadar en las amplias aguas de los ríos y el mar. Una vida así sería mi paraíso. Pero la realidad es diferente. La realidad es la que compartimos con otros, aquellos que, como yo, anhelan un mundo limpio, verde y lleno de alegría y vida.

En mi colonia, habitamos diversas personas: niños, mujeres, ancianos y jóvenes; todos somos uno, y ninguna decisión se toma sin la aprobación de nuestros sabios ancianos. El fracaso de uno es el fracaso de todos, ya que somos una familia. Siempre debemos permanecer unidos y no podemos permitirnos cometer errores, pues un error podría ser el fin o el principio del fin de nuestra comunidad. En total, disponemos de ocho cavernas que se interconectan y convergen en el centro, donde se encuentran nuestras viviendas, nuestra biblioteca, nuestro centro de estudios y la atención médica. También tenemos un parque con antiguos juguetes, los que solían utilizar los niños en tiempos pasados.

A lo largo del tiempo, hemos transformado este terreno subterráneo, lo que nos permite cultivar alimentos y acceder a agua potable. Cada una de las ocho cavernas conduce a la superficie, pero nadie puede salir sin permiso y sin la autorización de los ancianos; cualquiera que lo haga será sancionado con severidad. Dada la ubicación de nuestro refugio, la radiación y las enfermedades que afectan a muchas regiones no nos han alcanzado. Los peligros en el exterior siguen siendo significativos; hay áreas donde el aire es irrespirable y otras están contaminadas por la radiación.

Han transcurrido casi dos siglos desde que los antiguos, cegados por su ambición, empezaron a destruirse mutuamente. Mi abuelo solía leerme historias del mundo pasado. Cada tarde, nos dirigíamos a la biblioteca y explorábamos imágenes de las máquinas de guerra que los antiguos habían inventado. Yo le preguntaba por qué lo hacían, y él me explicaba que supuestamente era para protegerse. Me parecía extraño, pues no comprendía de qué se estaban protegiendo. Con el tiempo, fui adquiriendo más conocimientos sobre el mundo antiguo y pude comprender lo que mi abuelo me transmitía.

Finalmente, todas esas tecnologías resultaron inútiles y, en última instancia, envenenaron y quemaron el mundo con armas nucleares, exterminando a una tercera parte de la población mundial. Los cronistas que sobrevivieron al holocausto dejaron relatos escritos y verbales sobre las catastróficas guerras y la evolución de la sociedad en la posguerra. Tras tres años, la gran destrucción mundial había terminado, y el mundo se sumió en un paisaje de polvo y cenizas. Aquellas personas que de alguna manera lograron sobrevivir se encontraron con la triste realidad de que debían hacer todo lo posible para subsistir en un mundo sombrío, plagado de cadáveres humanos, huesos convertidos en polvo por el fuego y otras especies animales descomponiéndose en la tierra, contaminando el aire y las aguas.

Con el paso de los meses, las enfermedades y la hambruna hicieron que la cordura se fuera desvaneciendo lentamente, resultado de la lucha desesperada por seguir respirando un día más. En este punto, los cronistas comenzaron a narrar historias que nos atormentan a todos. Por ejemplo, a los de mi generación, los ancianos nos reunían alrededor del fuego y comenzaban a leer esas historias de manera siniestra, con la intención de inculcarnos la conciencia de que, bajo ninguna circunstancia, debíamos repetir esas prácticas, incluso si nuestra situación era precaria. “Comer carne humana es una abominación”, afirman los ancianos, y hacen todo lo posible para que todos tengamos claro ese principio.

Somos conscientes de que hay otras personas que viven de manera similar a nosotros en otros lugares. Tenemos un equipo de exploradores que sale a investigar de vez en cuando para averiguar si el mundo se está recuperando. En estas expediciones, hemos descubierto varias comunidades y gradualmente hemos entablado relaciones, realizado trueques, entre otros, y conocido sus métodos de supervivencia. No obstante, siempre priorizamos a nuestra propia gente. Los sabios ancianos advierten que aún hay personas que practican el canibalismo, por lo que somos extremadamente cautelosos.

Hacemos uso de armas antiguas, pero únicamente para nuestra defensa. Las entradas de las cavernas siempre están cerradas y cada una de ellas está vigilada de cerca. El mundo yace en la oscuridad; en un tiempo, estaba iluminado por luces, según los historiadores, pero eso es cosa del pasado. Los antiguos se encargaron de dejarlo a oscuras. Todo está en ruinas. Nadie conoce los peligros que acechan más allá del confort de estas cuevas. Al caer la noche, todos descansamos en nuestros hogares, a la espera de lo que nos deparará el nuevo día al amanecer.

Faustino Medina

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